El refrigerador o la lucha del hombre

David Enríquez
7 min readMay 15, 2020

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Un relato más donde David Enríquez aborda la tiranía a que el enamorado, sometido por propia voluntad, se somete, y las grandes tristezas y confusiones que acaecen en su alma (con un apéndice sobre la condición postmoderna).

Uno

Yo amaba a la señorita Caeiro. Aunque nuestro amor (o, duramente: “el amor que le tenía yo a ella”), los últimos años, consistió, en vez de besos y caricias, en sentarnos uno al lado del otro para oír correr el río, y verlo.
El río era la vida, y ella, como con unas pinzas de depilar, tomó su río y lo metió al refrigerador para que se congelara. Como las velas de la cueva de Macario: “mira, Albertina, este río es tu vida; es pequeñito”.
Nuestro amor parece ahora algo breve y de chavitas. La primera vez que nos besamos fue en mayo, de hace como seis años. Me acuerdo que ese día fue muy caluroso y nos pusimos de acuerdo para ir a pasear después de ir a la prepa. También me acuerdo que en el camino de la prepa a la plaza comercial todos los hombres nos volteaban a ver las piernas porque llevábamos minifalda las dos, y unas blusas medio escotadas y delgaditas.
Éramos como gemelas. Y aquel pequeño amor había nacido como una flor de alcachofa: sin que ninguna supiéramos que era posible, pero morada, esponjosa y bella. Albertina me miraba sobre el pecho mientras caminábamos, y nos agarramos del brazo. Sus caderas se rozaban con las mías. Empecé a sentir frío de la espalda a los codos, y la miraba a los ojos. Ella a mí también. Era el instagram en tiempo real, que hacía ver los árboles más verdes. Nos detuvimos a oír un nido de pájaros y en una mirada fija, como a diez centímetros la una de la otra, empezó aquello.
Fue un beso rápido, sin tronarlo, sólo sintiendo nuestras bocas un poco. Y ahí se apareció la vergüenza con su cara de tonta y sus manos que se enlazan por primera vez sin saber que la vida pasa.

Dos

¿Qué cosas sabía yo de ella, desde que nos hicimos amigas, hasta el día que se metió al refrigerador para morir (¿para morir?)?
Un sábado me mandó a mi celular un mensaje que decía: “Vamos a ver las cabras al zoológico!”. Supongo que se rio cuando le conté que en el zoológico no había cabras. Era de sangre ligera.
Otro día me dijo: “¿Cuál es tu cuento favorito? Porque el mío es ‘La tercera orilla del río’, de Guimaraes Rosa. Se trata de un padre que se consigue una barca. De caoba. Una barca para, pues, para huir. Pero no, no huir, más bien como para encontrar. Huir es más cobarde, y lo de él pues era heroico”. Siempre me hacía una pregunta que no me dejaba responder antes de revelarme cualquier cosa: “¿Qué quieres comer? Porque yo quiero una ensalada. ¿Qué planta compramos? Porque las fresas se ven bien bonitas. ¿Y si adoptamos un gatito? Le llamaría Bengala.”
No mamen, se metió al refrigerador. Me da risa pero no saben cuánto he llorado. Además me enteré de la manera más pendeja. Mi abuela me mandó a la tienda por jamón y ahí estaba el señor Caeiro, comprando queso. Otro día muy soleado de mayo también, pero seis años después, ya que no éramos novias y después de muchos suspiros y cosas, muchas cosas.
Caeiro no me saludó, nunca me quiso en realidad, sólo alzó una ceja para que yo supiera que él sabía que me había visto. Me puse a la sombra de un ciprés alto porque el sol estaba muy duro, y aunque pasaba mucha gente entre Caeiro y la tienda y yo, pude sentir clarito como que un león le había arrancado medio cuerpo a ese hombre.
Hombre, pues los siento mucho- dijo el de la tienda, y dejó caer el queso con su pilón en una bolsa verde.
Caeiro pagó exacto, sin responder.
-Y apenas acababa de terminar la escuela, chingao. Yo, pues no sé.
-Sin palabras, Alberto…
El ciprés se hizo grande, como una flama, junto a mí, se los juro. Entonces, mi corazón era como una garrafa de agua cayendo desde el piso seis de un edificio, luego pasando por las ventanas del piso cinco, el piso cuatro, el piso tres, el piso dos, el piso uno, hasta reventarse en el suelo y escurrir todo de sí ahí, a plena calle de una calle de millones de calles. Frente a la gente que decía “¿qué habrá pasado?”. Pues nada, eso que pasa siempre, que se murió Albertina Caeiro y mi corazón también.

Tres

-¿Te has sentido como con ganas de platicar pero no con alguien, o más bien, platicar con alguien completamente neutro? Porque últimamente he estado pensando. ¿Viste que puedes pedirle cosas al celular y reconoce la voz y hasta tiene respuestas precargadas que salen random para algunas preguntas? Ahora que hay teléfonos inteligentes, le van a poner ese sistema operativo a los electrodomésticos para controlarlos por wifi y checar tu Facebook en todos lados.
-Como un microondas con pantalla, onda Robotina con Android.
-O un refri.
-Pues sí. Pero es medio triste, ¿no? Dicen que cuando avanza la tecnología el hombre se hace para atrás.
Albertina cruzó sus piernas. Creo que le molestó que le estuviera viendo los calzones. Verdes claritos. Entre nosotros ya no había nada. Desde octubre de hace casi seis años. Casi empezó el invierno y aquella flor de alcachofa que vimos nacer se volvió un montón de plantas marchitas.
“No sé. Estoy confundida”, me decía. “El amor es muy complicado”, me decía. Y aprendí que la vida pasa, y es mejor soltarnos las manos y amarnos de otra forma. Esa es la mentira que me dije y que cuidé, como flor de otra cosa, durante mucho tiempo.
Bengala había agarrado una araña junto a la puerta de entrada. Le puso la pata encima como una cíclope matando aqueos, luego alzó su pata para ver si seguía ahí, y la araña se echó a correr. Gato color cabra, blanco con manchas. Luz de tarde en las ventanas, el amor que quiere salir a pasear y no lo dejan. Decidí, mejor, sí ponerle atención.
-No es triste¡; sería como un ensayador de conversaciones. Imagínate que ya por la versión diez, o quince, le cargan cosas padres. Le puedes decir: “Refri, dime unos versos de Ovidio” y ya te dirá: “Envidiosa pared, ¿por qué obstas a los amantes? Qué te costaba…” Y así.
-Qué padre. Qué raro.- Ya por entonces estaba medio loca.
-Sí, y que reconozca tu estado de ánimo. “Albertina, suenas aburrida hoy…”. Es que es navidad, Refri, y mis papás me regalaron este Señor cara de Señor. “¿No es Señor cara de Papa, Albertina?”. Oh, no, refri; este es un señor que tiene cara de señor y le puedes poner bigote, maletín, corbata, y cejas. “¡Vaya!”.
-Jaja, no manches. ¿Oye, no quieres salir?
-No, qué flojera.

Cuatro

Ahora, Albertina es para mí el recuerdo de una muchacha de diecisiete años que deshojaba flores al lado del lago de Chapultepec.
Un año antes de que muriera, pasé por su casa. La ventana daba al estacionamiento de una mentada “unidad habitacional”. Le grité y salió. “Vamos a pasear”. Y negó con la cabeza. Su melena, en la prepa, era azul de arriba y rosa de abajo. Ahora, lacia y negra.
Luego, otro día que fui a comer con su familia, los papás contaban no sé qué de las fallas del carro. Y ella se puso su vaso con hielos y agua mineral en la frente. Pasaron diez minutos así, mi curiosidad hizo que todos volteáramos a verla.
Su mamá le dijo: “¿Te duele la cabeza?”. Y ella respondió que no. “¿Te vas a comer tu comida?”. Que no tenía hambre.
O cuando fue su cumpleaños. En su Facebook la felicitaron, y ella no le respondió a nadie las publicaciones. Yo vi que su amigo Alberto (hay demasiados Albertos en este mundo) le dijo: “¿Por qué no respondes, eh?”. Y no respondió, aunque a todo lo demás, mínimo le ponía un “Me gusta”.
No la entiendo todavía. Les cuento lo que sé y lo que creo que es distinto pero me confunde un buen.
Y ya la última vez que hable con ella, sus papás estaba de vacaciones y me dejó pasar a su casa. Me dijo que la iban a meter a la maestría. Y le pregunté que cómo estaba y todo, y respondía tranquila, pero desanimada. Recuerdo el refri al lado de su salita. Grande, de dos puertas de aluminio con despachador de hielo y agua. “¿Quieres ir a comer?”, le dije. Y sólo se me quedó viendo, ni me respondió. Sentí su silencio como algo natural, como si le hubiera preguntado a un árbol, o a un microondas, más que como una ofensa. “Bueno, pues ya me voy”. Y no tenía que pararse a abrirme.
Eso fue tres días antes de que se metiera al refri, como me contó su mamá que le contó el forense, y se quedara dormida con las manos cruzadas hasta morir.
¿Suicidio? No sé, para mí el suicidio es como no poder lidiar con la existencia que tienes. Más bien se fue a pastar cabras, o no sé, la verdad no sé. Para mí, su muerte fue como una lección. Como algo heroico. O sea, si la tecnología, el avance del lado lógico del ser humano hubiera avanzado tanto que ya no quedara nada del animal, y ella hubiera decidido ya entregarse. Si esta vida ya no es vida, o esto de “vivir” ya no es “vivir” porque tienes que comerte la sopa, responder las felicitaciones y hacer la maestría, pues ya llévense mi vida de una buena vez y déjenme de molestar, chingao. O algo así, yo creo, pero la verdad no sé.

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